Una tarde nublada y aburrida de domingo, mientras daba un melancólico paseo por los suburbios de Düsseldorf, una especie de Diosa nórdica o algo así se me apareció. Dijo llamarse Dorotheé Pesch, Doro para los amigos. A continuación me presentó a su coro de ángeles, los cuales iban con guitarras eléctricas, tambores, mucho humo alrededor (alguien fumaba) y chupas de cuero. Y se pusieron a tocar y a mí me sonaron muy bien. La tal Doro esa pegaba unos gritos que te dejaban medio aturdido, hipnotizado, como un canto de sirena, y pensé: joder; qué pasión, qué fiereza y qué... real. Después me fijé en los dos querubines que tocaban las guitarras, un tal Rudy Graf y un tal Peter Szigueti, que resultaron ser muy habilidosos en esto de darle a las seis cuerdas, generando una energía descomunal. Otros dos seres se erguían más atrás, resultaron ser Frank Rittel y Michael Eurich, que muy alegres y contentos marcaban los ritmos y las bases con una soltura y maestría exquisitas (qué bien se escuchaba ese bajo en Down & Out). Todo en su conjunto me transmitió muy buen rollo, tal como si estuviésemos de nuevo en 1985 y fuésemos quinceañeros dando naranjazos por ahí. La tarde se tornó en noche. La visión se desvaneció después de semejante descarga de Heavy Metal con final feliz, es decir, una baladita guapa. Cansado pero feliz, me fuí a la cama, y mientras me dormía, recordaba aquellos tiempos en los que Warlock eran la banda sonora de tantas tardes anodinas y nubladas. Y de cómo nos ayudaron a sobrellevarlas y a darles un toque de sentido y alegría. Con una sonrisa en la carita, gracias, Warlock. Gracias.
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